Por Katherine Bäuerle

Tal vez nunca estuvo en los cálculos de la actriz estadounidense Alyssa Milano que al hacer un llamado a sus seguidores en Twitter a que pusieran el hashtag #MeToo para compartir sus experiencias de abuso o acoso sexual el 15 de octubre de 2017, éste desbordase cualquier cálculo posible (https://twitter.com/alyssa_milano/status/919659438700670976?lang=en). Al par de horas, más de 66 mil personas habían respondido usando el hashtag #MeToo; a los pocos días más de dos millones de personas lo habían hecho; y a siete meses los posteos ya suman más de 11,2 millones y la conversación aún no tiene visos de acabar.

En ese entonces la revelación de los abusos sexuales cometidos por el reconocido productor de Hollywood, Harvey Weinstein, acababa de explotar. Pero lo que partió como un escándalo de proporciones que afectó a privilegiadas celebridades terminó convirtiéndose – gracias al hashtag #MeToo en las redes sociales – en el debate público más amplio que jamás haya existido sobre violación, abuso y acoso sexual que enfrentan diariamente las mujeres en todo el mundo.

#MeToo no era nuevo. El término lo acuñpor gada l alespor hombres y mues ra halejera. scendiendo aseza de que sus voces sernstein, acababa de explotar. nvitació la activista Tarana Burke hace una década al poner en marcha una campaña dirigida a niñas víctimas de abuso sexual (https://metoomvmt.org/). Sin embargo, la tormenta perfecta que habría de crear en 2017 requirió de la enorme conectividad otorgada por las redes sociales.

Las redes sociales son confusas y frustrantes, pero tienen la característica fundamental de ser inherentemente democratizadoras, lo cual las convierte en plataformas poderosas para el activismo social. En el caso particular de #MeToo, las víctimas encontraron allí no sólo la opción del anonimato para hablar de experiencias que injustamente acarrean un sentimiento de vergüenza, sino también una plataforma para contar sus historias con la certeza de que sus voces serían escuchadas y creídas en todo el mundo, trascendiendo así las limitaciones espaciales y temporales que tienen, por ejemplo, las protestas callejeras. Esto no sólo empoderó a las víctimas, sino que derivó en una concientización que de otra manera no habría sido posible. Así, con todos sus defectos, las redes sociales sirvieron como una fuerza democratizadora.

Queda por ver si es si el movimiento #MeToo se materializará en un cambio social real. Hay potentes indicios de cambio respecto de la tolerancia cultural hacia las conductas de abuso y acoso sexual en muchas partes del mundo. Pero el cambio verdadero debe traducirse en políticas, marcos legales, en definitiva, en acción. El desafío entonces es que el momentum no desaparezca, y que el mensaje finalmente pase de las redes sociales a las esferas donde se toman las decisiones.